miércoles, 18 de abril de 2012

Pigmeo (Chuck Palahniuk, 2010)


En la misma línea de sus últimas novelas, Chuck coge aquí un puñado de elementos incómodos (en este caso, la corrupción y abuso de menores, el terrorismo internacional, el fanatismo religioso), otro puñado de elementos rimbombantes (las artes marciales mortales de fantasía, la idiosincrasia de un país sovietoide innombrado, el teenage angst de escuela secundiaria suburbial), le añade unas cuantas dosis de experimentación y creatividad literaria (narración en primera persona por parte de un niño inmigrante que se refiere a sí mismo en tercera persona, repetición obsesiva de la estructura de párrafos y capítulos, tachones de censura en algunos términos) y ya tenemos nueva novela. Lo que más me ha sorprendido de ésta es que me he reído muchísimo. Pigmeo, el agente-yo protagonista y narrador, ha sido educado y criado desde que era un bebé para odiar a los Estados Unidos y desear la muerte de todos sus habitantes. Llega a una ciudad estándar del medio-oeste norteamericano a través de un programa de intercambio, con el objetivo programado de integrarse primero, sabotear después, y finalmente aniquilar a toda la sociedad norteamericana. Desde el primer momento, me resultó imposible dejar de imaginarme a Pigmeo como el pequeño albanés Adil Hoxha que llega a Springfield para apoderarse de todos los secretos militares del Enemigo Opresor; y por extensión, a la novela de Palahniuk como un detallado episodio de los Simpson en papel. La estancia de Pigmeo en Occidente está plagada de malentendidos, de ingenuidad y de confusiones con hilarante resultado, al más puro estilo de Balky Baltokomus, del Gurb de la novela de Eduardo Mendoza o de los mismos y entrañables Papalagi, pero aquí todo el humor está entumecido, y hay que localizarlo bajo montañas de grumo, mal gusto, enculamientos en seco y esas lindezas a las que nos tiene acostumbrados.

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